Prólogo
Padre Glyn Jemmott Nelson
El proceso de autodescubrimiento en la vida de una persona es un paso necesario en el camino a la autoaceptación. Esto permite armonizar historias desarticuladas y conflictivas para reconciliar el pasado con el presente y celebrar lo que es singular en cada curva del accidentado trayecto hacia el presente. Lo mismo ocurre con las naciones: todo capítulo de la historia de una nación, toda persona que contribuyó a su crecimiento y todo grupo social y étnico minoritario deben ser aceptados y tenidos en cuenta en señal de reparación, aunque sea simbólica, de injusticias pasadas. También en señal de reconocimiento de “quiénes somos” y del compromiso colectivo con la igualdad.
Para los afromexicanos contemporáneos, el reconocimiento y la aceptación de sus antepasados esclavizados llevados a Nueva España durante los tres primeros siglos de régimen colonial han sido postergados. Esto se debe, por un lado, a la presencia escasa y dispersa de este grupo entre más de sesenta colectividades “indígenas” diferentes, y, por otro, al hecho de que la sociedad mexicana se autopercibe mestiza. La autora de estas páginas no abunda demasiado en las razones de esta postergación, ni en las injusticias que provocó, ni en las desigualdades que los mexicanos negros han sufrido. Más bien, se concentra en la supervivencia de este grupo y los aportes que hizo en cada momento de la historia de México. Esto es, tanto al comienzo de la expansión y la conquista, cuando, con su trabajo, impulsaron las transformaciones económicas del período colonial como “caudillos” y soldados en las guerras de independencia, como con su presencia silenciosa e invisible en el México contemporáneo.
Detrás del silencio “oficial” e “invisibilizado” para la mayoría de los
mexicanos, gran parte del legado que se trajo de África hace siglos fue preservado y continúa manifestándose en la música, los festivales regionales de Veracruz y la costa pacífica, los estilos culinarios, las danzas folklóricas, el lenguaje, las prácticas religiosas y, especialmente, en los patrones de relaciones y amistad que han sobrevivido. Esto llevó a que los afromestizos de México, es decir, los afromixtecos, morenos, prietos o simplemente negros, traten de encontrarse y continúen la búsqueda de su lugar en el México actual.
Paulette Ramsay se concentra en los afromexicanos de Costa Chica. En el estado de Oaxaca, los afromexicanos se encuentran en cada uno de los tres distritos político-administrativos que comprenden la región costera: Jamiltepec, Juquila y Pochutla; la mayoría vive en el distrito de Jamiltepec. Entre los pueblos con más del 80% de población afromexicana se encuentran El Ciruelo, San José Estancia Grande, Rancho Nuevo, Santa María Cortijo, Santiago Llano Grande, El Maguey, San Juan Bautista Lo de Soto, Corralero, Collantes y Lagunillas. Otros, con una población negra importante, aunque no mayoritaria, son Santiago Pinotepa Nacional, Santa Rosa, Río Grande y Santa María Huazolotitlán.
Una situación similar se presenta en el estado vecino de Guerrero. Hay al menos treinta comunidades medianas y pequeñas en las que la mayoría de la población es afrodescendiente. La más grande y conocida es Cuajinicuilapa, cuya historia étnica, social y cultural ha sido tema de un estudio realizado por Gonzalo Aguirre Beltrán (en Cuijla, esbozo etnográfico de un pueblo negro, 1958). Incluso en la propia ciudad de Acapulco, de aproximadamente 1,2 millones de habitantes, viven miles de afromexicanos. La historia indica que están allí desde los albores del período colonial. Se podría afirmar que, en general, la población afrodescendiente se concentra a lo largo de los 400 kilómetros que van desde Acapulco, estado de Guerrero, hasta Huatulco, estado de Oaxaca. Comparten esta área con la población mestiza y varios grupos étnicos indígenas, entre ellos, amuzgos, mixtecos y zapotecas.
La mayor concentración se encuentra en los cuarenta pueblos ubicados en los alrededores de Cuajinicuilapa, estado de Guerrero, y Santiago Pinotepa Nacional, estado de Oaxaca. Fuera de los migrantes establecidos, en El Ciruelo todos son afrodescendientes, más allá de las variaciones visibles en el “color de la piel”. El dicho “once de cada diez son negros en El Ciruelo” no constituye en absoluto una exageración y es, además, una realidad en la mayoría de los pueblos de Costa Chica.
El libro de Paulette Ramsay (publicado originalmente en inglés en 2016) se publica en un momento en el que los hijos y las hijas de África de todo el continente americano se están buscando de manera más intensa y decidida que en décadas anteriores. Uno puede referirse acertadamente a las últimas décadas del siglo XX como un momento de “encuentro entre afrodescendientes” en el continente americano. El viaje hacia el interior, que comenzó cuando nuestros antepasados bajaron de los barcos de esclavos en las costas de Cartagena y Bahía, Santo Domingo y La Habana, Portobello y Kingston, Barbados, Mobile y Veracruz, e hizo que la patria africana nos resultara extraña y nos volviéramos extraños entre nosotros, ha tomado el rumbo contrario. Ahora es un viaje de regreso desde los enclaves urbanos y rurales a los que hemos estado confinados y desde el silencio autoimpuesto de muchas generaciones, hacia nuevos “espacios” y múltiples lugares de encuentro como conferencias, exposiciones y celebraciones de un legado cultural, social y religioso compartido. Se trata de las huellas espirituales y materiales dejadas por los africanos en su viaje de cinco siglos por el continente americano y las islas del Caribe.
Más que momentos meramente académicos, estos reencuentros son ocasiones para celebrar. Largamente separados por los idiomas y las fronteras nacionales cambiantes, los afrolatinos y los afrodescendientes en general se están reencontrando después de mucho tiempo de haber estado encerrados y cegados por identidades raciales socialmente atribuidas. Estos encuentros proporcionan un espacio en el que podemos vernos de manera “diferente” y recordarnos de dónde venimos, quiénes somos y qué nos pertenece realmente como pueblo.
No debería sorprender que los procesos sociales y culturales que han moldeado la identidad de los mexicanos negros atraigan el interés de una destacada académica jamaicana. Uno podría aventurarse a afirmar que para los afromexicanos la voz de la autora y de “otros” que han emprendido luchas y viajes similares son esenciales en la pelea por escapar de su “silencio”, al igual que para todas aquellas personas que intentan regresar a las orillas donde comenzaron el viaje al interior. Más allá del lugar donde se realicen, en estos encuentros de la diáspora se comparten historias desarticuladas y conflictivas y heridas heredadas, se rompe el silencio, se reconocen las luchas invisibles, se refuerzan las identidades y se pueden abordar las injusticias persistentes. Pero más, mucho más ocurre en estas orillas que se vuelven a visitar: los jamaicanos y los mexicanos negros se dan la mano. Los panameños
y los haitianos, los brasileros y los colombianos, los barbadenses con gente de República Dominicana, los ecuatorianos y los guatemaltecos, los hondureños y los peruanos, los cubanos y los trinitenses se sientan juntos y comparten historias en una nueva lengua y con una cosmovisión enriquecida por el hecho de compartir. A su vez, encuentran respuestas a muchos de los interrogantes que Ramsay lleva adelante en su libro: “interrogantes acerca del lugar, la pertenencia, el orgullo y la agencia y la subjetividad nacional e individual”. El lector que haga una lectura atenta de los siguientes capítulos se garantiza un lugar privilegiado en el actual encuentro de la diáspora.
El Centro Cultural Cimarrón
El padre Glyn Jemmott Nelson autorizó amablemente la incorporación de las fotografías de los trabajos artísticos que se presentan en este libro. Los trabajos fueron realizados por los participantes de un taller establecido y organizado por el padre Glyn en el pueblo El Ciruelo, Municipio de Santiago Pinotepa Nacional, Oaxaca, México, donde trabajó como cura de la iglesia católica local durante veintiocho años. El taller se llamaba Centro Cultural Cimarrón y funcionó desde 1986 hasta 2007.
Mario Guzmán Olivares fue cofundador del centro e instructor durante más de veinte años. Muchos de los participantes cuyos trabajos artísticos aparecen en este libro eran niños entonces: Víctor Palacios Camacho, Blanca Liévano Torres, Alberta Hernández Nicolás, Santa Obdulia Hernández Nicolás, Diana Laura Carmona Sánchez, Elder Ávila Palacios, Miguel Ángel Vargas Jarquin, Martín Hernández Aguilar, Guillermo Vargas Alberto, Balthazar Castellano Melo y Ayde Rodríguez.